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viernes, 26 de diciembre de 2014

LAPALABRABIERTA: CRÓNICAS DE PALENCIA: ENTRE QUESOS, BODEGAS Y CAM...

LAPALABRABIERTA: CRÓNICAS DE PALENCIA: ENTRE QUESOS, BODEGAS Y CAM...:   Por Aitor Arjol Tierra de campos. El Cerrato. Páramos. Perdices. Liebres. El invierno más longevo y perezoso que de costumbre. M...

lunes, 9 de enero de 2012

CRÓNICAS DEL SUEÑO

 

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¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

Calderón de la Barca

Segismundo es claro en lo que afirma en su monólogo. Así concluye la obra de Calderón de la Barca y, con ella, el sueño se enfrenta a su mejor pesadilla: que toda la vida es sueño, pero el sueño no es la vida, aunque aquí no lo tenga tan claro.

Hay noches en que el sueño se precipita sobre la vida y hace que abra los ojos como si sintiera que lo estoy viviendo y no es obra de la simple sugestión o resaca de la loca medianoche interior. Entonces sueño con arbotantes, árboles que se simplifican, o que me subo al autobús en la parada de la Espe, o que el hambriento conductor maneja tan rápido que parece que le espera un bocadillo de jamón serrano con aceite de oliva en la próxima cuadra. O también sueño que una mujer desnuda emerge de la más absoluta oscuridad, con una copa de vino añejo entrelazada con los dedos, y la alza majestuosa sobre sus pechos, como si quisiera decirme que ahí está su bodega y de ahí debo beber sigilosamente.

Parece como si el sueño fuera la libertad que el carcelero diurno nos niega, o la salvaje naturaleza con la que el subconsciente nos premia. Puede que después de subirme al autobús o contemple el rostro ávido del chofer en busca su absurdo alimento, me diera por contemplar el paisaje desde la hiriente y oxidada ventana. Una sucesión de lomas hormigonadas y urbanizadas; al fondo, páramos aterrados y viejos volcanes en busca de cielo. De un cielo que en enero es como un corsé de nubes y neveros, de rayos y contraluces, de focos de segunda mano o gotas de lluvia que asoman por los pedestales del centro histórico de Quito. De un cielo que te golpea las sienes como si yo, y no ellos, fuera el volcán, con un cráter europeo en el corazón y unas lomas andinas en el pecho. O asimismo, que después que lamujer desnuda me sorprendiera, sin complejos, y dejara rodar el vino por los estantes, y la copa por los libros, me dijera: déjate de tanta poesía, que no es útil para la práctica. Y entonces, nos diera por levantar una oda a la piel sudorosa, y una égloga a los pies cruzados, y un soneto a la carne mordida, o una cuarteta al monte de Venus, escondido entre bosques de silencio.

Es como si el sueño manifestara que tiene ganas de vivir y no se conforma con reducir su existencia a una cuestión de cerrar los ojos, roncar como un hipopótamo dolorido o bostezar con elocuencia. Y para ello se sirve de esa libertad implícita que reside en el soñador, de ser un sueño individual, a salvo de cualquier testigo inoportuno. Hay un secreto de confesión entre soñador y sueño.

Cuando te despiertas, en la mayor parte de ocasiones es posible que no te acuerdes de lo más mínimo que has soñado, sino que asumes que has vivido un día más de lo previsto porque, en primer lugar, has vivido y, a posteriori, has soñado.

No te acuerdas, porque no te da la gana o porque se trataba de algo tan inconfensable que todavía subsisten residuos externos del sueño sobre la almohada húmeda o la garganta seca, producto de tanta navegación por líneas de autobús o anatomías femeninas.  Y para qué contarlo, si el sueño ya es el producto de una relación de confianza estrecha, sin contraprestación, con el sonámbulo o el madrugador de las mañanas.

Y si te quieres acordar, pues te haces responsable de todo el riesgo. De ponerte nervioso. De gritar como un león exiliado. De abroncarte con el presente. De rememorar la presencia de los fallecidos. De dialogar con gigantes o encantamientos. De bajarse de ese autobús en riesgo. De buscar por debajo de la cama a la mujer desnuda que apareció en ciernes.

De todas formas, aunque el sueño sea como un prestidigitador inteligente, o un mago en posesión de todas las variables del juego, algunas evidencias delatan su naturaleza onírica. Quién no ha sentido que cuando la realidad te hace correr, en el sueño persigues el ritmo lentamente. Quién no ha querido ver el rostro del abuelo fallecido, o de la madre disuelta en la muerte un par de décadas antes, y solo cuenta, o con un perfil abundante, o la piedad de una vestimenta que nos deja paz, pero nunca les ves de frente, y cómo es su expresión verdadera, sino que aparecen sentados al lado, o saliendo por la puerta de la casa, o recogiendo la mesa, o arrodillándose para encender el fuego en la gloria. Quién se le ocurre volar en un sueño, con los brazos ampliamente extendidos, sobre azoteas y parques, cuando la realidad nos impone que, en caso de pretenderlo, estamos condenados a arrojarnos al vacío y golpear el suelo estrepitosamente. Quién no desea continuar el sueño hasta su revelación, hasta que el voraz conductor vea su bocadillo o la mujer desnuda revele quién es o nos acaricie con una amorosa violencia, cuando en verdad nos despiertan súbitamente el despertador, los ladridos incesantes de los perros, el relampagueo de la lluvia, la mosca impernitente, el acerado colmillo de un beso o el inoportuno mensaje de las nueve y cuarto diciéndonos que no hemos contestado el día anterior.

Se trata de las las múltiples formas en las que el sueño revela que, si bien goza de una condición muy próxima a la vida, está todavía un poco lejos de una emulación completa, aunque admiro esa notable capacidad para hacernos creer en que son reales, su propensión al análisis de nuestros deseos y propósitos y, en consecuencia, diseñar un paisaje ex profeso, que no difiere para nada del diurno, donde campa nuestra naturaleza caliente a sus anchas, al igual que nuestra melancolía o nuestra soledad atenazada. Es por por lo que amo los sueños y reconozco en ellos. Y por lo que me los llevo más allá de las horas en que cierro los ojos. Los meto en los bolsillos, junto con las monedas y los papelillos arrugados, y los saco para que vean cómo es el horizonte de los Andes, o imaginen el futuro que me depara el azar, o convenzan a la que me mira de que sus ojos son realmente tan dulces como el centeno recién cortado. O los dejo junto a la encimera para que me acoliten en la cocina. Sueños picando cebolla en juliana. Sueños pelando papa chola. Sueños limpiando la lechuga. Sueños poniendo a precalentar el horno. Sueños echando un vistazo la temperatura de un vino aragonés criado en el somontano. Sueños limpiando la corvina. Sueños ofreciéndome una cucharada de sopa recién hervida.

Sueños que emigran conmigo. Que subieron al avión y facturaron equipaje siguiendo las reglamentaciones internacionales. Sueños que presentaron también número válido de pasaporte en las aduanas, así como una relación de pérdidas y nostalgias. Sueños que se fueron para una larga estancia fuera de su país de origen. Sueños no valorables en calderilla ni en billete. Sueños que no son bagatela. Sueños no sólo de principiante. Sueños que un día andaban por poblaciones fantasmas y hoy andan conmigo como una voluntad firme.

Sueños de Bilbao. O sueños de Quito. Sueños de una colina sobre la que la ciudad se asienta, a ambos lados, como un gigante con los brazos extendidos hacia el sur y hacia el norte. Recinto al que guardan los valles por una parte y el tumultuoso Guagua Pichincha por el otro. Un Nissan Sentra asciende por la vieja senda de adoquines hasta la cumbre del Panecillo, en cuya cima una virgen asombrada y con las alas a punto de tomar vuelo vigila a todo quiteño. Negros charcos revelan que la tormenta hizo presencia hace no mucho rato, a medida que el vehículo adelanta a otros más lentos y pesados, hasta que nos deja en la suavidad de la loma, en una débil llanura con un variopinto relleno:  turistas de los de siempre; ciudadanos que pasan su domingo en paz; familias en busca de una imagen reversible de la ciudad; puestecillos de artesanía, un restaurante de lo más pelucón con vistas panorámicas pero no exclusivas; una fila de militares puestos allá para intimidad a cacos y choros pero que se dedican a silbar en cuanto pasa una guambrita con jeans ajustados o exuberante don de gentes; tres gringos con una cámara digital de asombrosas prestaciones; un gramófono con piernas que se cansó de pernoctar en el desván de su dueña y subió a ver si es verdad lo que dicen de la ciudad desde ahí arriba; un cebiche volquetero que se escapó de los dientes de un manabita que estaba de turismo por el Puyo; un párroco con ánimos de evangelizar; un personaje que cuida de los carros parqueados como los gorrillas de Málaga a cambio de un módico precio en centavos de dólar; una muñeca que se cree la más gozosa y hermosa del lugar; un libro de Milan Kundera traducido al francés en busca de otro lector mas relevante; la sombra de Eros olisqueando por si aparece otra aventura majestuosa; una mochila sin demasiado contenido contando el número de especias presentes en un seco de gallina. Y un perro mestizo, o can de palleiro como lo llamaría Lola, durmiendo plácidamente, sin interrupción, hasta que la lluvia se apiade del sueño y la necesidad de recogerse lo destine de nuevo a alguna caseta.

En fin, que amo los sueños, y también este sueño de ahora, de observar pacientemente la órbita de la ciudad desde una cumbre mítica y sagrada. De una ciudad de la que alguien me dice que “mucha lluvia, al fin de cuentas muchas gotas forman un mar, y si te fijas Quito tiene algunos faroles, y si cogemos las voluntades y las aventuras , solo se necesita una buena brújula”. Así sean estas palabras tan bellas y tenga razón, también he de tomar los sueños, que son los que orientan la brújula de la vida.